There exists a heaven for every one

Nacemos para vivir pero vivimos para morir. Una oración un tanto extraña y quizá hasta sin sentido para algunos; claro que puedo equivocarme.

El sonido de la sirena de una ambulancia ensordece mis oídos y no me doy cuenta de que la razón por la que suenan soy yo hasta que alguien amablemente me ayuda a levantarme cuando ve mis ojos abiertos y medio conscientes, y me dirige con cuidado hasta subir a la ambulancia, donde una vez dentro, me recuesta. Dos personas se inclinan sobre mí y me observan con atención para luego acercar a mí unos extraños instrumentos que tienen en la ambulancia. No me espanto, es su trabajo, pero sí me pregunto por qué estoy yo ahí. Las mismas dos personas se alejan de mí y una de ellas, el hombre, se limpia el sudor de la frente y me mira por el rabillo de su ojo izquierdo. La esquina de su ojo se notaba roja y cristalina.

Me siento en la camilla, incómoda por la manera en la que se tambalea y me levanto, siendo ayudada por la misma amable sonrisa de una mujer mayor, vestida con traje blanco.

—Tan joven —murmura la mujer que se había inclinado sobre mí hace unos instantes—. Es una lástima.

Me giro hacia donde está ella, del otro lado de la cabina en la ambulancia, dispuesta a preguntarle de qué habla y quizá consolarla, sonaba triste.

Hasta ese momento me doy cuenta de que algo hace bulto en la camilla en la que había estado acostada. Un bulto cubierto por una sábana. Siento cómo la realidad me acuchilla las tripas con un quita corchos y retuerce su arma aún sin retirarla. La retuerce lento y jala todo en mi interior hasta algún punto alrededor de mi ombligo. Estiro mi mano para retirar la sábana y me dejo caer sobre mis rodillas al confirmar mi pesadilla.

Las lágrimas brotan de mis ojos y chocan empujando unas a otras mientras recorren mis mejillas. Curioso que después de la muerte aún conservemos lágrimas. Me doy cuenta de que algo pesa mucho en mi espalda, como si cargara dos toneladas. Una en cada lado de mi espalda. Ni siquiera giro a ver qué es, ya me hago una idea.

Una mano sobre mi cabeza me hace levantar la vista, y me doy cuenta de que los ojos de mi cuerpo físico, sobre la camilla, continúan abiertos pero sin brillo. La mujer de traje blanco extiende su mano libre hasta mi cuerpo sin vida, por sobre los ojos, y estos se cierran dejando escapar una última lágrima. No dejo de admirar el que después de la muerte, ellas aún existan.

La sábana vuelve a cubrir el bulto en la camilla y la mujer de traje blanco me dedica una sonrisa. Hasta ese momento me digno a ver mis alas. Esas que tanto pesaban en mi espalda.

Rotas. Mis alas están rotas y no me sorprende. Desde hacía casi un año yo ya me sentía muerta. Desde hacía ya casi un año había dejado de escribir. Veo una última sonrisa de parte de esa amable mujer, que me extiende su brazo y me mira con extrema dulzura. Pongo mi mano en su antebrazo y jala delicadamente de mí para salir de la ambulancia.

No existe la luz de la que tanto se habla entre los vivos, ni veo nubes debajo de mis pies o un enorme portal de oro. Tampoco encuentro el sonido de música creada por querubines ni veo mi vida pasar frente a mis ojos. Todo es tan diferente a como todos piensan, que por un instante me aterro y trato de recordar que hice mal en mi vida como para ser enviada al infierno, pero la melodiosa risa de la mujer que me sirve de guía me hace caer en cuenta de lo equivocada que estoy, y me doy cuenta de que sí hay una especie de portal en un color plateado, con mi nombre escrito en oro en una pequeña placa.

Dentro, me esperaba todo lo que siempre había ideado para ser mi paraíso personal.

De repente mis alas rotas dejaron de pesar ese par de toneladas y una tranquilidad prometedora y el olor a óxido de la sangre me invadieron. Por un último instante, me sentí de verdad feliz.

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