Cuando el amor te llame

Mi nombre es Camille LeClaire tengo veintisiete años de edad, vivo en París, en una humilde pensión que comparto con mi tía Paulette.
Desde que tengo memoria tengo la firme creencia de que el amor sólo existe en las novelas que leo, en los poemas que recito al viento y son devorados cruelmente por los árboles y transformados en más oxigeno para el ser vivo más egoísta y traicionero de todos: el ser humano.
No es que yo fuera una amargada, pero siempre he creído que no vale la pena estar acompañada si no es de personas que llamen tu interés y merezcan tu atención. Es por esto último que mi madre siempre tuvo la idea de que yo terminaría siendo una solterona, tal y como mi tía Paulette, y nunca me importó el que pensara eso, al menos no hasta que me confesó, días antes de su muerte, que ella siempre anheló que yo le diera nietos.
«En tres días será Navidad, tal vez Santa te deje alguno bajo el árbol.», recuerdo que le dije. No le hizo mucha gracia, puso los ojos en blanco, negó con la cabeza, pero igual sonrió, y eso me pareció suficiente.
El año siguiente a la muerte de mi madre, conocí a alguien, y por primera vez creí en el amor. Y creí en serio, con toda mi alma, pero no fui tan tonta como para darlo todo desde el inicio. No, yo quería romance, y creí que él también quería primero una historia de amor.
Su nombre es Victor, y traicionó todas las promesas que me hizo. Me engañó con una cualquiera, de nombre Lorraine, y evité todo tipo de comunicación con él por meses. Pero ahora estaba aquí, en la misma habitación que yo, mi habitación en la pensión de mi tía Paulette «alcahueta» Mercier, y quería que lo perdonara por haber usado mi dignidad como alfombra.
—Por favor —sus ojos suplicantes—. Camille, París no es nada si no estás a mi lado.
—Oh, entonces ve y busca a Lorraine, seguro que con ella París ni siquiera importa.
—No es verdad, Lorraine es... una amiga.
—Por supuesto —dije. Quise taladrar su cabeza con mi mirada, pero era físicamente imposible. Pero él era tan guapo. Lengua de serpiente en boca de santo.
—No lo es, ni siquiera eso. Lorraine no vale nada en comparación contigo, Camille, no es nada.
—Debiste pensarlo antes. Debiste reflexionarlo antes. —Miré el reloj, casi medianoche— Es tarde, Victor, vete a casa.
La derrota reflejada en sus ojos. El dolor haciéndole apretar los puños. La tristeza tirando de las comisuras de sus labios hacia abajo.
—Camille...
—Vete. —Le dije, y le abrí la puerta por si había olvidado cómo hacerlo.
Caminó lento, torpe, y Victor no era así. Se fue. Apenas cerré la puerta y mi tía Paulette se asomó desde la cocina. La miré con mala cara, ella suspiró.
—Estás haciéndolo mal, Camille—dijo con su voz cantarina—. Cuando el amor te llame, síguelo, aunque sus caminos sean...
—Sean duros y empinados —la interrumpí. Era mi poema favorito, y ella lo sabía, y yo sabía que ella lo sabía, y también sabía que lo recitaba para manipularme, pero no lo lograría. Porque Lorraine no había sido la primera, sino la segunda, y mi dignidad no haría de alfombra para Victor ni una sola vez más.
—Conoces a esa tal Lorraine, supongo —dijo mi tía, acercándose a mí.
—No, y no pretendo hacerlo.
—Debes de saber que no es más que una cualquiera, una arrastrada.
—No me digas. —Rodé los ojos.
—Ella lo sedujó, y lo encantó con sus poderes de bruja. Si lo sabré yo, que la he oído hablar con sus amigas cuando va por el mercado.
—No trates de justificarlo.
—¡Pero no creí que le funcionaría, tal y como ella quería que pasara! ¡Esa víbora, esa bruja maldita! —Casi gritó— Aunque me consuela que no le salió tan bien como lo tenía planeado.
—¿Pero de qué estás hablando?
—Ella quería que tú lo dejaras, a Victor, para hacerse de él como le diera la gana. Ella sólo quería el dinero de Victor, cariño, eso y nada más, pero él se dio cuenta de sus intenciones, gracias a una oportuna carta anónima —se sonrió—. Y esperó estos cuatro meses a que te calmaras, porque te conoce y no quería empeorar las cosas. Pero tú quemaste sus cartas sin siquiera leerlas...
Abrí los ojos como platos. Sus cartas. Por tres meses, a diario, recibí cartas de Victor, y no las abrí porque creí que sólo contenían excusas tontas y cosas que uno esperaría de un típico cobarde.
Me sentí estúpida, e infantil. Si tan sólo hubiera leído alguna... Pero ya era tarde. No le di ni una oportunidad más. Se fue y ya debía de estar en su casa, si acaso había tomado un taxi, pero si había decidido caminar, quizá, sólo quizá...
Tomé un abrigo colgado junto a la puerta y tomé también mis llaves. Mi tía sonrió.
—No me esperes despierta —le dije.
—No lo iba a hacer.
Salí de la pensión y corrí por la calle, miraba en todas direcciones. Casi fui atropellada, pero ni así me detuve. Corrí y corrí sin importar el dolor de mis pies. No es bueno correr con tacones, pero tampoco lo es perder el glamour. Cruzaba calles sin siquiera voltear a los lados. Casi atropello a una pareja que iba caminando abrazada por la acera. Grité el nombre de Victor, esperando a que contestara, sin éxito.
Me detuve enfrente de la casa de Victor, golpeé la puerta con mi puño con entusiasmo. Las luces apagadas, ni un sólo ruido adentro. El vecindario era tan silencioso que escuchaba perfectamente a la pareja que profesaba su amor en un acto de intimidad, escuchaba los finos suspiros de la mujer. Me sentí avergonzada por espiarlos con los oídos, me subí el cuello del abrigo hasta cubrir mis mejillas ruborizadas y esperé en la banca de enfrente de la casona de Victor, con la esperanza de que aún no haya llegado.
Pasaron los minutos, quizá hasta una hora, y no había rastro de Victor en ningún lado. La depresión se había sentado a mi lado, y ya estaba pasando su gélido brazo por mis hombros. Mis ojos se humedecieron.
—¿Camille?
Me levanté de la banca de un salto. Era Victor, se veía más pálido de lo normal. Sus ojos estaban enrojecidos, me sentí culpable.
—¿Qué haces a...?
—Cuando el amor te llame —lo interrumpí—, síguelo; aunque sus caminos sean duros y empinados. Y cuando sus alas te envuelvan, cede; aunque la espada entre sus piñones te hiera.
Victor sonrió, de sus ojos cayeron lágrimas. Le sonreí y posé mis manos sobre sus mejillas.
—Y cuando te hable, cree en él —continué—; aunque su voz pueda hacer trizas tus sueños, como el viento del norte azota el jardín.
La sonrisa de Victor se ensanchó, me abrazó por la cintura.
—Lo siento.
—Shh, no digas nada. —Le dije y me acerqué más a él, me puse de puntillas y lo besé como nunca antes lo hice.

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