Brick by boring brick

La inocencia de sus ojos se había apagado. No quedaban en ellos otra cosa que no fuera el reflejo de su dolor.

Un pedazo de madera cayó al suelo, a pocos centímetros de ella.

—Linda, muévete —le gritó su padre desde arriba del árbol que estaba en el patio trasero de la casa. Ella, como siempre, no escuchó.

Su mente no lograba entender qué era lo que pasaba, o por qué estaba ocurriendo algo así. Mantenía la mirada fija hacia arriba, observando en silencio. De verdad no lo entendía.

La señora de la casa, madre de la joven, tenía un par de minutos observando la actitud de su hija, pero tenía años observando su actitud también. La mujer caminó al patio y se dirigió a su hija:

—Diana, cariño, entra en la casa —le pidió—. Por favor. Pero Diana no contestó, ni siquiera la volteó a ver.

Su madre, preocupada, jaló del brazo de «su niña», pero no funcionó. Contempló a la joven por un segundo y volvió a intentar:

—Cariño, por favor… —la tomó de la mano, y en ese momento la joven se volteó para mirar a su madre directo a los ojos.

En ese instante todo alrededor cambió. El patio, la casa, la casa en el árbol que hacía un segundo su esposo estaba desbaratando. Todo eso desapareció, ahora el olor a rosas y un césped verde y bien cuidado era en donde estaba parada, arbustos y diversas plantas habían por todas partes. También había orquídeas, muy bellas orquídeas casi por todas partes. El terreno también era más amplio, inmenso, parecía no tener fin.

—Mami —se escuchó el eco de la voz de su hija; pero había algo diferente, sonaba más suave, más aniñada.

La mujer no podía creerlo, todo se veía… tan real.

Absolutamente todo en ese lugar, era simplemente perfecto. La mujer se acercó a las orquídeas e intentó tomar una, pero no pudo, intentó e intentó sin lograr tomarla. Se rindió. Alzó la mirada y abrió la boca formando una O, sorprendida. Un enorme castillo estaba a unos dos kilómetros de distancia, al verlo no se pudo contener, caminó dando trotes hacia él. El camino le pareció ser más corto de lo que aparentaba. Llegó hasta él y se contuvo las ganas de entrar, había algo que no andaba bien.

Todo se estaba cayendo a pedazos.

La mujer retrocedió con temor a que algo le llegara a caer encima, aplastándola.

—¡Cuidado!

Todo se tornó negro.

Los ojos castaños de la mujer se mantenían cerrados con fuerza, no quería abrirlos, tenía miedo.

—Abi, ¡Abi, abre los ojos! —las sacudidas y la voz de su esposo la hicieron reaccionar, abrió los ojos y miró todo a su alrededor, mareada y confundida.

La casa, el patio, todo estaba en orden, todo volvía a ser racional para ella.

—¿Estás bien? —le preguntó su esposo, preocupado. Se había dado un buen golpe con un gran pedazo de madera que la había tumbado al suelo.

—Sí, lo estoy —contestó ella sin mucho ánimo. Su esposo la ayudó a ponerse de pie. No entendía qué había sido aquello que había visto. Las orquídeas, el césped verde, el castillo… la voz de su hija.

Buscó a la adolescente con la mirada, continuaba de pie mirando hacia arriba, con los ojos cristalinos, un poco rojos, observando lo que quedaba de su castillo.

—Diana, ¿puedes acompañarme a la cocina?

La aludida ni siquiera la miró, se dio vuelta y caminó hacia la casa de manera automática. Su madre la siguió de cerca, mientras su padre terminaba de desbaratar esa vieja casa en el árbol; más tarde, se dispondría a enterrar toda la madera.

En la cocina de la casa, Abigail le servía una taza de chocolate a su hija. Ésta última estaba sentada en una silla en el comedor, esa en la que se sentaba siempre, la que le permitía mirar por la ventana que daba al patio.

—Ya es tiempo de madurar, Diana —dijo Abi mientras acomodaba la taza en la mesa. La joven no contestó—. Todo lo que vi… ¿qué fue, cariño?

—No sé de qué hablas, mamá.

La mujer suspiró.

—Los arbustos, las orquídeas, el olor a rosas —comenzó a decir—. El castillo.

Diana se mantuvo callada, no dijo nada durante minutos.

—Todo eso era tuyo, Diana, pero no entiendo el por qué —insistió su madre—. ¿Eres infeliz?

Nada. Ni una palabra de parte de la niña, porque eso era en realidad: Una niña, aunque sólo lo fuera en el interior.

—Diana…

—No te entiendo, mamá —dijo Diana al fin—. Y no quiero hacerlo, ni tampoco quiero que me entiendas.

La mujer se acercó a la joven, puso su mano en la de ella y dijo:

—Diana, creaste un mundo mágico, realmente bello. Pero no es real —la joven quitó la mano de inmediato—. No es real y lo sabes. Si algo no es real no puedes sostenerlo con las manos, ni siquiera sentirlo con el corazón.

La niña se levantó de la mesa, pero no se movió. Se quedó de pie, observando por la ventana cómo su padre comenzaba a cavar un hoyo en el patio.

—Cariño, si algo es real lo puedes ver con tus ojos, incluso en la oscuridad. Diana no dijo nada, se dejó caer en la silla, subió los pies a esta y se hizo un ovillo, ocultando su rostro y las lágrimas que salían a borbotones de sus ojos.

A pesar del silencio con el que salían las lágrimas, Abigail se dio cuenta de lo que ocurría.

—Mi amor, te quiero. Mucho —se acercó a su hija y la abrazó sin esperar a que ésta le respondiera—. Tranquila, Diana. Enterraremos el castillo, por ti.

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